Turk Fruits es una de esas películas de las que se tiene conocimiento sin causa. Se conoce, la conocemos, se etiquetó, misterios, como una película erótica. Una muestra de perfume de la liberación sexual de los setenta. El pistoletazo de salida para Verhoeven como director, que acabó por alistarse en las filas del imperio. El gran taquillazo holandés hasta nuestros días, vestida de largo con polémica para su presentación en sociedad, que es lo habitual cada vez que el Origen del mundo asoma a nuestras mejores pantallas y, en lugar de posar con el rigor mortis de escena almibarada e iluminación perfecta, o con los humores fáciles de la carne, se viene y rezuma poesía, y se ríe sin dientes. Una película de sexo y obscenidades, oígo, y que me disparen si van por ahí los tiros.
Lo más profundo es la piel. Todo lo bueno y lo malo que pueda tener esta película es deudor de una naturalidad deliciosa, donde el sexo procaz y la candidez que sólo tienen los amores fulminantes bailan marchas triunfales y ritmos macabros. ¿Qué mayor justificación para el desnudo que todo lo que implica la desnudez?
La linea temporal ondea hacia delante y hacia atrás abanderando unos juegos poco vistos hasta la fecha y anudando tres partes bien diferenciadas que abren los poros psicológicos del conjunto sólo en la fatal desembocadura. Su naturaleza es la de una vorágine mutante, ahora es un festival de sexo despechado, luego la impúdica -dicho esto en el mejor de los sentidos- historia de amor, al fin el gran sarcasmo, que condena a achicar del corazón todos sus jugos.
Sobre esta línea se mueven sin red los voraces, él un perfecto agitador, el artista en llamas, ella la bulliciosa malcriada, el objeto de deseo intempestivo. El punto de no retorno se desata entre las escenas más espontáneas de la vida en pareja, de dulces humores negros, disparatados, los paseos en bicicleta, las bromas retorcidas de él, las bragas de algodón de ella y un ánimo de vivir pletórico, de infantilismo cruel por momentos. Un pandemónium. Verhoeven no se priva de un imaginario minuciosamente sensorial, a menudo escabroso, pero bien respaldado en lo poético. Las fantasías del protagonista con el asesinato, las imágenes del vertedero, los vómitos, el cáncer, la violencia, las larvas, la sangre y la mierda convertidos en símbolos poéticos, en un reguero de síntomas de lo trágico.
Creo que el incendio es la alegoría perfecta de lo que vemos aquí, la ilusión del amor inflamado, irreflexivo, chispeante y reducido a cenizas. Y sí, el sexo. El sexo de la cotidianidad, de la piel extendida como un horizonte, la carne encendida y tierna. El sexo enardecido por el que Verhoeven paga el precio lapidario del tópico, que lamentablemente hace opaca esta creación suya a muchos ojos. Tras verla, encontré esta cita suya y confirmé, sin lugar a dudas, lo que sentía que había visto:
"No sería capaz de volver a hacer Turk Fruits.Ya no tengo el candor o la inocencia para ello. No tengo el optimismo suficiente. Se acabó".