lunes

CECIL B. DEMENTED

Alguna vez me crucé con una chica que me miró muy entusiasmada y me dijo: “Acabo de matar este gusano.” Y yo le dije: “¡Oh, tu primer asesinato!”  Ella estaba realmente excitada. De algo así yo podría hacer una escena completa.

John Waters







Cecil B. Demented es, de un tiro entre los ojos, punk. Y puede que John Waters vaya a ser un fantoche de serie B y un mal provocador, pero a mí me gustan los jengas de Waters. Siempre tiene uno la sensación de estar escuchando la enorme carcajada del tipo mientras se nos mea encima, igualmente todo lo que hace te pone brillantes los ojos, que por algo es lluvia dorada.

No voy a entrar aquí acerca de si es un director poco dado al  orden, negligente en su forma de estructurarnos la cinta y hasta irreflexivo en el contenido. Tampoco en anecdotarios ni lecturas que trasciendan la película. Naturalmente porque confío que dispone de la consciencia al menos suficiente para llevar a cabo su trabajo, y sino es así, poco me importa. Es la alteración del su lengua cinematogrática lo que me gusta, justo ese desorden. Ese traje estridente del emperador. Es la emoción alucinada que también se intuye en cada plano, no el sexo, no la droga, no la violencia, o sí, tan sólo con el fin de dilatar la pupila; no es el contenido específico de sus películas, que se tilda invariablemente de crítica mordaz y caricatura, lo que me deja el buen sabor de boca. Es esa montaña visual de confetti y porquería que se queda después de la fiesta.

En ésta en concreto, Waters se coloca la etiqueta "meta" en la frente para hablar de cine, de la industria cinematográfica y de la pasión por el cine de culto. Para ello se saca de la manga un delirio de guerrilla contra el mainstream, con el demente en cuestión a la cabeza, Cecil, loco por el arte hasta el más puro extremo, genio inflamado y estrambótico que tiene una visión, quiere rodar su película, quiere abatir a las huestes fariseas de Hollywood al precio que cueste. Quiere hacer algo real y lo quiere ahora. Cuenta con la ayuda inestimable de un buen puñado de precocísimos inadaptados sociales, una revisión de los niños perdidos que toma como centro de operaciones un cine abandonado, un escenario de una lírica perturbada hasta lo grotesco. Esta es la coordenada cero cero de la gran matanza, del festín.

La película se mueve continuamente en la ambivalencia, en un juego tambaleante de juicios morales, que diría que el director sólo pone al servicio de su perspectiva de la belleza, y aquí es donde la película se ensancha. Los terroristas punk, cada uno con el nombre de un director de culto tatuado en el cuerpo tienen toda la teatralidad  que tanto le gusta a Waters. Hay en sus actitudes un artificio, parecen desafinados a posta, provocando una conjugación deliciosa de impresiones acerca del grupo, que por momentos es outsider, abominable, patético y aristócrata, tierno de tan insensato en todas sus manifestaciones.
Durante todo el metraje es continua la sensación de disonancia, de la puesta deliberada en escena del componente irrisorio, no más ensañado por ridiculizar a los magnates del cine que por dignificar la causa de estos otros, suicidas por el arte. Es otra la sensibilidad que exige, sólo el placer de un espectáculo visual del absurdo, aparentemente sin pies ni cabeza, sucísimo y distorsionado. Waters no propone en ningún punto una posible realidad, apenas verosimilitud. Por el contrario, la película se va desbordando así misma y nos lleva en loca carrera por el exceso, por la pérdida de control. Es todo hedonismo entreverado de escenas cruentas, de riffs disparatados, y esto es una regla general en su filmografía.

En definitiva, John Waters se cae de boca cada vez que hace una película y luego nos mira y se rie sin dientes, y no espera más reacción que simplemente vernos sonreír cómplice. Estamos todos locos. Si, con todo, no puede conciliar tanta incongruencia con una percepción inteligente y hasta sesuda, dróguese antes de verla.


Callados como putas:

castígame con tu indiferencia.