martes

EN LA SALA DE FUMADORES. primera parte

Yo que tengo la costumbre idiota de empeñarme en las cosas que se me ocurren en la antesalada del sueño, más o menos borracha, sé que estás aquí, me enferma saber que estás aquí, en este microclima arracimado de calles y claros de bosque en forma de plazas. A cuatrocientos metros a salto de mata, y pensando seguramente en otras cosas. Y aún me levanto con un tembleque casi rabioso y voy a esperarte. Me digo, a escenificar la despedida, a esperarte y que vengas tú a mi encuentro sin saber nada y me asistas en el trance.

Así dispongo el capítulo de novela y estoy en la estación esperándote porque sé que vas a venir, pero tú no sabes nada. No sabes nada de mí ni de lo que soy capaz, y cómo, si apenas yo sé hasta dónde soy capaz de arriesgar mi conformidad. A veces yo hago estas cosas, por mí primero, probando asir las bridas de la realidad y ser yo quien la espolee (presente subjuntivo) ocasionalmente. La llevo entonces por los derroteros de la literatura, porque toda mi vida yo he querido ser una ficción, un personaje de novela y hasta las fechas me las apaño como puedo: hoy he venido sin que tú sepas nada a despedirte en la estación. Pongo cada una de estas veces fe en la realidad para que todo se ponga de mi parte, para que coopere en mis planes, me dé un episodio completo de poesía.
La gente es toda bonita en el andén, y yo voy deambulando de lado a lado con mi libro, cada rincón de la estación. Es muy real la sensación de que todos están en sus marcas adecuadas, que han coincidido conmigo, sin saberlo tampoco, justo en ese punto de su trayectoria y que son figurantes en mi insurrección de lo real. Su belleza conjunta es el único escenario posible, me encarno en los viajes de algunos de ellos para matar el rato, aunque aquí es mi voz que novela la única que oigo en voz alta. Eso es lo que me hace desgraciada.
Todos y cada uno de ellos saben en su interior que estoy esperando. Todos esperan conmigo, me angustian y me suscitan, me empiezo a sentir febril y contagiada de lo mismo que leo, mi cuerpo entero me azota con una taquicardia, de hecho, sé que no debería fumar, pero no hago otra cosa, fumar, leer, fumar, leer y esperar. Creo que me voy a desmayar cuando llegues, aunque tú sólo seas en gran medida el casus belli de mi ocasión para la literatura. No tienes ni idea, y deberías, deberías saber que estoy enferma y esperándote.

Me he tapado los ojos con el pañuelo blanco que traigo y llego hasta el final del andén, a la línea que separa sol y sombra, posición desde la que devuelvo la dársena a su orígen marítimo, y por asociación del lenguaje me encuentro sobre un mar de asfalto donde son enormes cetáceos los autobuses, llenos de pececillos que aventuro al océano inmenso, que mando lejos de aquí. Lejos de este espigón al sol que ya es en un momento el borde de un precipicio, y probablemente si salto ahora los diez centímetros de bordillo se desdoblen una y otra y otra vez e iré a estar siempre en caída libre a la nada.
Estoy mirando así fijamente toda la realidad que me rodea y la voy hipnotizando, preparándola para mi gran salida a escena, palpita y a veces es mar y a veces estación, la mezo con el juego de niños que se tapan la cara y dicen: "ahora estoy", "ahora ya no estoy", y a cada rato vuelvo a la puerta por donde has de aparecer o a desaparecer yo misma en la lectura.
(...)

Callados como putas:

castígame con tu indiferencia.